El sol encendió mis mejillas pálidas tras un verano inerte y sencillo. Se acercaba la hora de la despedida, sería un "hasta mañana" efusivo y cariñoso que recordaría de por vida: lo sabía. Aquella estrella brillante se estaba apagando, iba despacio cual tortuga en busca de su mar; dejaba tras de sí una oleada de colores extraños y que me hacían amar sin remordimientos. La mirada se perdía entre el horizonte, los pensamientos y los deseos imposibles; la mente viajaba sin motivo aparente a lo que ya no era, a lo que solo había sido. Terminaba aquel día, aquel trece de diciembre; terminaba la locura y, con ella, la ternura; terminaba la creatividad emocional, pero jamás dejaré de llevar dentro lo mucho que quise en ese momento. El sol me cegó durante unos instantes, me confirmó que ya se dormía en mi mundo para despertar en uno paralelo y, quizás, mejor, más tranquilo y fantástico. Sentí que me ardía la piel blanca y rojiza de mi alma; vivía de nuevo
Oda a la literatura y a cada palabra.