Hoy no conozco el destino que le espera a este escrito. Tampoco lo quiero saber. Prefiero mantenerme en la ignorancia y dejarme sorprender, al igual que llevan sorprendiéndome los últimos tres o cuatro días de mi existencia. Solo sé que hay una mosca revoloteando a mi alrededor y no quiero darle el placer de distraerme con ella: soy más grande, más fuerte, más valiente que sus alas transparentes, desagradables y pudientes.
He dejado pasar el tiempo con la esperanza de que las cosas cambiarían a mejor... O, simplemente, cambiarían. La ambición de ver amanecer con un sol radiante inundando mi habitación me ha impedido, sin lugar a dudas, disfrutar del silencio y de la tranquilidad nada habitual en esta sala. ¿Qué me ha pasado? ¿Qué ocurre? Antes valoraba cualquier pequeño detalle y ahora... Ahora no sé en qué fijarme. Siento, por momentos, que he perdido el norte.
Me veo dando vueltas sobre mí misma, colocando los dedos de la mano sobre mi cabeza, desubicada y descontenta. Harta. Parezco un tornado que arrasa con todo y, luego, se siente culpable por no haberse podido controlar. Me rompo. Soy un vaso de cristal que se resbala entre las manos enjabonadas y se cae. Se choca. Se pierde en la montaña de vasos rotos que hay ahí fuera y que, normalmente, desconocemos.
Al mismo tiempo, soy parte del horizonte. En mí muere el Sol cada tarde, en mí se fijan las personas y me suplican que les regale un atardecer lleno de colores insólitos y vehementes. Y no digo nada, no me niego: concedo ese deseo una y otra vez. Me pregunto qué pasará cuando ya no quiera hacerlo.
DBQ.
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